viernes, 15 de junio de 2007

POLAROID 4

Clara salió de la casa de la cordobesa. Se dio una ducha. La conversación sobre la monogamia la había dejado tambaleando. Se habían reconciliado. Clara entendía todo lo que le decía Mariana. Pero la sola idea de que estuviera con otra persona seguía siendo, para ella, una traición. Quizá, la peor de todas. Ella nunca le había sido infiel a alguien. Ni a su primer novio. Con él las cosas habían sido muy raras. Clara ya sabía que le gustaban las chicas, pero la necesidad de demostrarse a sí misma que podía cumplir el mandato social era más fuerte. Solo pensar en la cara que pondría su madre, si se enterara la aterraba. La paralizaba por completo. Así fue que aceptó salir con Tomás. Él era más grande, como corresponde. Jugaba al rugby, era de la ORT, como corresponde. Se habían conocido en una fiesta de quince. Clara lo vio. Bailaron. Se besaron. Increíblemente, a ella le gustó. Así estuvieron, por casi dos años. Con besos castos, histéricos, casi platónicos. Exactamente veintitrés meses que celebraron con la religiosidad que representan los cumplemeses en la secundaria: tarjetas, regalos, cartitas, carteles. Todo en preciosos diminutivos rosas. Con plush, en el mejor de los casos. Pero de coger, ni hablar. No con Tomás. En otra fiesta, de egresados, Clara tomó su primer tequila. Bailó Los Calientes, de Babasónicos. Se encontró con Lucía. Se dio un beso con Lucía. Se fue a su casa con Lucía. Tomás se quedó en la fiesta. Sin entender qué pasaba. Se despertaron. Había otra mujer en la cama de Clara. Una mujer con quien había tenido su primera vez. Su primer orgasmo. Se habían tocado, se habían chupado, besado, rasguñado, acariciado. Se habían mirado a los ojos. Se habían sonreído. - Buen día, hermosa Clara abrió los ojos. La vio recostada sobre ella. Sobre su pecho. Desnudas. Abrazadas. Encandiladas. Era lunes. Habían faltado al colegio. Lucía se podía quedar libre. El mundo. La realidad estaba entrando en ese cuarto de tres por tres. El póster de Lenon las miraba, juzgándolas. Lucía se fue. Clara no daba más. Habían pasado tres días. Le escribió un mail que, casi cuatro años después, se acordaba de memoria: Me siento Lady Macbeth: me lavo las manos, con jabón de glicerina neutro, con jabón cremoso, líquido, de té verde y no te puedo sacar de mis manos.Cambio las sábanas todos los días, buscando borrar todo rastro de tu paso por el sommier, en diagonal. Roto la cama. Esto quiere decir eso mismo: me agacho, agarro el colchón de abajo, rígido y lo hago girar hasta que la cabecera queda en la punta opuesta a la original.Me baño todo el tiempo. Debería poder quitarme una capa de piel para sacarme la sensación de no limpieza.Doy vuelta el acolchado, queda del lado beige, color de vieja. ¿Cuántas veces puede una lavarse las manos tratando de sacarse las pruebas físicas que ya no existen de algo que existe en demasía?No te puedo sacar no de la cabeza, no te puedo sacar del cuerpo. Que es mucho más grave. La noche siguiente a mandarle ese mail a Lucía, Clara se acostó con Tomás. Fueron a un telo, prolijo de Caballito. Ella estaba nerviosa, no por el dolor que podía sentir. Se quería lavar las manos todo el tiempo. Tenía miedo de que él se diera cuenta lo que ella había hecho. Lo terrible que había hecho. Él no se dio cuenta. La penetró como una persona que entra a su casa. Se sentía cómodo, complacido. Ella no acabó. Solo pensaba en Lucía recostada sobre ella, sobre su pecho, en su cama, desnudas. Dejó a Tomás esa misma noche. Llantos. Promesas de seguirse viendo. Perdones. Nunca una explicación. No había sido una infidelidad. Clara siempre lo contaba como una puerta que en algún momento tenía que abrir. No era lo que Mariana llamaba historias aparte. Era una historia central, protagónica. Un punto de no retorno en su vida. Sólo eso podía significar estar con otra persona. Clara le dio play a Bebe en la compu. Había cambiado mucho desde esa única noche con Lucía. Y su única noche con Tomás. Pero seguía sintiendo que ser Lady Macbeth solo podía valer la pena si era un punto de no retorno. No podía concebir el baño de Ezeiza con un gran amor. Porque no podía concebir otro gran amor. Solo el de Mariana. Y ella. De ellas en plural. En la primera persona del plural. Le escribió un mail a Tomás, contándole todo. La fiesta, Lucía, los cumplemeses, el vacío, los besos castos. Le contó de Ella, de Mariana. No le pidió perdón. No sabía cómo iba a sobrellevar la angustia que la inundaba. Esa mezcla entre ansiedad, miedo, nervios. Toda su cabeza era como una tormenta de verano a punto de estallar. Quizá esperaba que Mariana le dijera que no la podía ver, que estaba con otra persona. Entre tanto, el teléfono sonaba en Barrio Norte. La cordobesa preguntándole qué le pasaba, diciéndole que fuera a su casa. Que no podían hablar eso por teléfono. Clara llegó en taxi. Subió. Lloró. La abrazó. La miró a los ojos. Una mezcla de vergüenza y ansiedad. - Prometeme que antes de estar con otra persona, me lo vas a decir. Lo podemos hablar. Solucionar. No se. - Bonita, bonita, mirame. Por favor, Clara. Está todo bien. Clara, te amo. A vos. A toda vos. Solo a vos. La vergüenza inundó a Clara. Tapó todos los otros sentimientos. Se sentía una nena caprichosa. Que no entendía nada. En su cabeza, la tormenta estaba pasando. Estaba escampando. Se fumó un cigarrillo. Se besaron. En el futón, Mariana apoyaba su cabeza en el pecho de Clara. Que la miraba mientras se le cerraban los ojos, un poco rojos todavía, del llanto. Estaban abrazadas. Vestidas. Sus respiraciones al mismo ritmo, calmas. Los ojos de Clara totalmente cerrados.

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