viernes, 13 de enero de 2006
polaroid de locura lésbica 5
No podía seguir escuchando sobre Argelia. Ni mirar a Martín que la miraba cómplice del aburrimiento. Necesitaba fumar, salir del aula, gritar, bañarse. Encontrarse con Ella y gritarle. Gritarle todo lo que le había querido decir desde que se enteró.
No sólo lo que Clara sospechaba desde hacía años era cierto, sino que, a demás, se lo habían ocultado. Cobardes. Las dos. Ella y Flora. La chica que Clara había conseguido para que atajara en el equipo de Ella.
Se sentía traicionada. Ultrajada. Mínima. Sobre todo se sentía mínima. Insegura de cada cosa que decía y hacía. Ahora Mariana podría estar acostándose con su mejor amiga y ella no enterarse. Y ella acompañando esa situación por omisión o por negación. ¿Y si estaba pasando todo eso?
De golpe, el mundo de Clara, ese mundo tan irrompible que había construido, lleno de trincheras que tenían guardias las 24 horas. Con happy places a los que iba cuando estaba mal. Con miles de fotos en la computadora que le recordaban su vida entera. Todo, todo estaba puesto en duda. ¿Y si nada de eso había sido como ella creía? Cómo no preguntarse si no fue su culpa. Cómo no pensar que la cordobesa que ella misma que otra vez que no puede ser, el índice de probabilidades. Cómo mirar todas esas fotos y no pensar que son otras personas. Que ella no es quien aparece sonriendo porque, cómo podría haber sonreído cuando toda una vida le pasaba por atrás.
Y si la cordobesa. No podía ni decirlo. Se sentía tan chiquita. Martín la miró a los ojos y le dijo: che, ¿qué te pasa? Clara salió disparada. Se chocó con todo lo que pudo. Doscientas personas se dieron vuelta para verla y reírse. De ella. Que solo quería poder salir y llorar en paz. Sola. Gritar. Fumarse un cigarrillo. Gritarle en la cara a Ella que ahora todo su mundo estaba puesto en duda. Que de golpe, todo lo que le pertenecía, se le fue. Se lo había expropiado la persona con quien había pasado dos años de su vida. Ya no podía pensar en Mariana con la misma tranquilidad de siempre. No podía ni respirar sin sentir que alguien le podía sacar el aire cuando quisiera y que, encima, podía no darse cuenta.
Llamó a Lila. Le vomitó todo. Planificaron un ataque con molotovs en la casa de Ella. Quebrarle la tibia. Robarle los botines. Algo. Pero nada le iba a devolver las certezas a Clara.
Clara estaba sola en Parque Chacabuco. Medía cinco centímetros. Fumaba un Gitanes tras otro. Escuchaba Spinetta y no podía dejar de llorar y de odiar. Y de preguntarse qué estaría haciendo la cordobesa en ese momento.
En el cuaderno escribió, con una microfibra verde, casi mintiéndose, casi para imponérselo: por más que me fuercen, yo nunca voy a decir que todo el tiempo por pasado fue mejor, mañana es mejor.
Se secó la cara. El otoño había llenado la plaza de hojas secas. Sintió frío. Giró el torso para sonarse la espalda. Se levantó y agarró Mitre para Rivadavia. Para el 132 a Barrio Norte. Para su happy place.
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