Somos guerrilleras, revulsivas, insidiosas e incordiosas. Los movimientos orquestados desde los macropoderes disciplinadores nos causan náuseas. Y vomitamos. No queremos unos largos protocolos de test ni certificados que acrediten nuestra presuntamente deseable “normalidad” para acceder a los derechos de un mundo que ya está totalmente armado… y repartido… Por eso hoy –como todos los días– decimos que no estamos de acuerdo ni apoyamos una ley de identidad de género que quiera estandarizarnos o devolvernos al binomio hombre/ mujer, hetero / homo, femenino/ masculino. Tampoco queremos que un comité de expertxs defina cuán asentadxs sobre un género u otro estamos. Ninguna mujer u hombre que pertenezca a la matriz hetero debe en ninguna instancia de su vida ratificar su grado de feminidad o masculinidad. No queremos programas para gays y lesbianas que nos patologicen como depositarixs de una extraña afección que necesita tratamiento especial. Porque de esta manera no sólo se monta un negocio sobre las identidades transgresoras sino que además se elude la marca indeleble de la homofobia y el heterosexismo en la sociedad. Ningún heterosexual acude a un centro a pedir ayuda por la homofobia que lo aqueja. No estamos de acuerdo con los discursos de la tolerancia y la aceptación. No se puede “aceptar” la diversidad, como dicen algunas personas, asqueadas pero resignadas a convivir en un espacio que no es sexualmente puro. La diversidad “es” y su existencia no depende de nuestra voluntad de aceptarla o no. En cambio, sí depende de cada persona involucrada de algún modo, el problematizar las “diferencias” que construyen unos sujetos que “aceptan” y otrxs que debemos ser “aceptadxs”. No queremos ser más objeto de investigación de la ciencia heterosexual que legitima sus propias y convenientes (para sí) “causas”, “características” y “categorías”. Tenemos voz propia y sabemos cómo construir y legitimar los saberes que nos sean útiles, necesarios. La heterosexualidad cotidiana –que es compulsiva tal vez sin tener conciencia de ello– debería investigarse a sí misma, preguntarse cuáles son los vericuetos que la han convertido en la máquina de opresión mejor diseñada de la historia, cuál es su papel en la construcción, sostenimiento y reproducción de las opresiones pasadas y actuales a las que muchas veces, paradójicamente combate. No queremos una Educación Sexual anclada en el Uno heterosexual como centro de todas las cosas y que desde allí se desplace por lo múltiple. Como quien pasea por un supermercado de “variedades”. No queremos una ley de matrimonio. No deseamos entrar en el mercado de las personas “casables” “solteronas” “cónyuges”. No queremos que el estado legisle y designe a quién/es debemos amar, con quién/es debemos compartir la vida, de quién/es debemos hacernos cargo. Si ese es el precio, preferimos seguir siendo lo no representable.
Columna 11 de julio
Las feministas son todas bigotudas, gordas y lesbianas.
Capitulo I: el bigote feminista
Hoy queremos comenzar una “historia en capítulos”. Tengo ganas de compartir algunas reflexiones sobre un mito popular que me concierne muy particularmente a mí y al resto de las personas que hacemos Baruyera, así como a todas –o casi todas- las feministas. Me refiero a la creencia, o al decir popular de que “las feministas somos gordas, bigotudas y lesbianas” Sería sumamente ingenuo intentar contestar esta pregunta con generalizaciones, pero sí me arriesgo a afirmar que la aseveración funciona prima facie de manera claramente despectiva para la mayoría de la gente. En nuestra sociedad, ser feminista es tan peligroso y subversivo como ser gorda, bigotuda y lesbiana, todo junto (con el efecto multiplicador de la reiteración estas palabras consideradas ofensivas). Resulta peligroso y subversivo porque marca una pauta de desobediencia. Para hacer frente a ese peligro, para generar “mecanismos de autodefensa”, la cultura cotidiana se las arregla –es decir, se arregló históricamente- y convierte el feminismo en una ofensa. Si una es gorda, está fuera de lo que hoy se considera patrón de belleza física. El bigote agrega fealdad a la mujer, alguien podría decir que la “desnaturaliza”. Convertida así en algo (ni siquiera alguien) aborrecible para el Hombre, es inimaginable que no sea, a su vez, aborrecedora de lo que ella debería amar y desear por sobre todo, y ahí aparece el epíteto de “lesbiana”. ¿Qué encuentro yo, baruyeramente, en la implicancia pseudo lógica que relaciona estas cuatro palabras? Empiezo, alfabéticamente, por “bigotuda”. Y para no hacer larga la columna y poder después charlar con uds., voy a dejar los otros conceptos clave: gorda y lesbiana, para las próximas semanas. Hasta hace un par de años, cuando yo misma estaba más enjaulada, más atravesada por mi primer educación heteropatriarcal, me hubiera animado, pedantescamente, a aventurar hipótesis generales sobre por qué se piensa que las feministas son mujeres bigotudas. Hoy en día no lo puedo hacer, porque mi praxis feminista tiene un fuerte punto de anclaje en la idea de la no representatividad, no creo que yo pueda hablar por otras personas ni interpretar sus ideas, salvo desde un enfoque constructivista. Entonces, reformulo los términos de la pregunta: ¿Qué significa para mí la palabra “bigotuda” aplicada a la mujer feminista? En primer lugar, ¿qué hay tras las propiedades “masculinizantes” de un bigote sobre los labios mujeriles? La teoría biológica según la cual existen caracteres sexuales de varón y de mujer está cargada de una impronta ideológica: la heterosexualidad obligatoria exige el acoplamiento exclusivo y la complementariedad absoluta entre macho y hembra en todos los órdenes “de la naturaleza” y, aunque pueda parecer sorprendente, también en los universos de la artificialidad y de la tecnología. Para que este acoplamiento resulte inteligible, requiere –del discurso, no de la naturaleza- una clarísima dualidad, la validez absoluta del archifamoso principio del tercero excluido (aquello de “esto es blanco o es no blanco”). A su vez, esta exigencia lógica (de una lógica que por universal que se pretenda no deja de ser histórica, patriarcal y heteronormativa) requiere de la construcción, cristalización y clausura conceptual de dos y sólo dos sexos con sus características propias perfectamente definidas… El resto, va a parar al enorme cesto de “errores de la naturaleza”, que por cierto reboza y amenaza continuamente con desbordarse, contaminando la normalidad. En toda esa compleja construcción, emerge el bigote en la especie humana como una “carácter sexual secundario” del macho adulto, es decir del Hombre hecho y derecho. El bigote, convertido en un símbolo de la masculinidad que no requiere el pudor del disimulo que sí exigen otros de sus atributos. Así, convencionalmente, el bigote se convierte para la sociedad en símbolo de masculinidad y de poder cuando lo luce un varón, o bien en una marca de vergüenza, monstruosidad y oprobio cuando lo lleva una mujer. Como feminista reivindico el bigote sobre mis labios y el de todas las mujeres. Reivindico al bigote natural o artificial no como símbolo de nada, sino como puro y simple pelo. En el camino de mi propio feminismo, fui aprendiendo que nada afea a un cuerpo aparte de los prejuicios que genera y gestiona la cultura. Practicando concienzudamente la ironía –otra columna vertebral del feminismo autosustentable y con capacidad de perdurar en el tiempo- reivindico el bigote como una apropiación y revalorización del insulto con que la sociedad estigmatiza a las mujeres bigotudas (¡que somos todas!). El varonil bigote puede también ornamentar los labios feministas (no sólo el bigote de Frida, también el de Chaplin, el de Dalí, el de Pancho Villa, el del bagre, pero nunca el de Hitler). El proceso no termina con esta apropiación festiva, erosiva, del bigote sino que ahí es donde todo empieza: después de la burla, con la risa de una y para una como valioso capital intangible, es mucho menos difícil ir a fondo con la crítica a la heterosexualidad obligatoria y a los dualismos que ella impone.
Columna 9 de agostoLas feministas son todas bigotudas, gordas y lesbianas, II parte
La gorda feminista Bigotes, kilos de más y sexualidad no normativa son el germinador ideal para experimentar el engendro feminista. ¿Pero a qué remite esta imagen caricaturesca y por qué estas y no otras características? Las feministas nos hemos esforzado mucho en derrumbar este mito de la indecibilidad de la mujer feminista. Porque de eso se trata en parte el feminismo, de destruir la imagen unívoca que de las mujeres construye el patriarcado. La maquinaria intelectual dispuesta para someter a las mujeres no describiría a una femme como gorda, bigotuda o lesbiana, marcas casi aberrantes en el cuerpo “verdaderamente femenino”. Esto quiere decir que cuando el folclore dice “bigotuda, gorda y lesbiana”, no habla de mujeres sino de FEMINISTAS. Una especie de subclase en las que las “MUJERES DE VERDAD” no deben reflejarse bajo ningún aspecto. Incluso deben hacer votos por no transformarse en una de “Esas”. No por nada una de las frases que mejor le cae al patriarcado es “yo no soy feminista, soy femenina”. En la columna anterior, cuyo texto puede leerse o releerse en nuestro blog www.baruyoaldia.blogspot.com haciendo click en la imagen de la radio, hablamos acerca de por qué la característica del bigote constituye un elemento central en la construcción de esa no mujer que es una feminista. Hoy trataremos de pensar qué hay detrás de la gorda. Y debo reconocer que escribí estas reflexiones mientras me comía dos alfajores jorgito triples sentada frente a la computadora. La construcción material del cuerpo de las mujeres es una de las herramientas más develadoras de las implicancias de la medicina, la educación, las modas sobre los cuerpos parlantes (que es como prefiere llamar a las personas Beatriz Preciado, muy acertadamente). Si tomamos un libro de fotografías, pinturas, esculturas y demás representaciones visuales de las mujeres a lo largo de la historia podemos ver cómo sus cuerpos son muy diferentes en cada época. Más gordas, más flacas, más caderonas, más pulposas, hasta llegar a los ´90 en que el esqueleto recubierto por una fina capa de piel preferentemente caucásica se muestra como el paradigma universal de la belleza femenina. Estos cuerpos-modelos no sólo representan el mundo masculino de la moda (y digo masculino porque diseñadores, peinadores, maquilladores, etc. son varones y nosotras simples maniquíes vivientes) sino que además encuentran legitimidad en los conceptos de salud de cada momento histórico, concepto que se construye desde la medicina y la política y con exclusión de la mayoría de quienes no encarnan el ideal hegemónico de la época. ¿Pero qué hay detrás de los estereotipos femeninos? Lo que es imposible de ocultar es un enorme negocio montado sobre la “calidad de vida”. Dietas, fármacos, alimentos Light, cadenas de gimnasios, cremas, apósitos, banditas, plantillas, almohadillas, y cuanto disparate se nos ocurra. Pero hay bastante más según mi parecer. Hay un modelo de exclusión por un lado y de reclutamiento por el otro. Cuando las mujeres, después de largas y duras luchas hemos logrado romper con las cadenas invisibles que nos tenían sujetas al lavaplatos y salimos sesgada y precariamente a la arena pública es decir al mundo laboral y social principalmente, es simultáneamente cuando se refuerza la conciencia de que una mujer flaca al extremo es el símbolo de la feminidad. Es decir, que nosotras vendríamos a aportar al mercado económico y relacional la delgadez como sinónimo de belleza, fluidez, delicadeza. Es así que este cuerpo flaco al extremo y por ende débil, sumiso, dependiente, y muchas veces enfermo es el soporte femenino y nuestro capital social y cultural. Esto podemos verlo claramente cuando analizamos los cánones de ingreso a un puesto de trabajo cualquiera. El cuerpo es nuestro currículum. Y no seamos hipócritas, por más cursos de computación que hagamos, sepamos inglés, francés o chino el trasero es el “requisito excluyente”. ¿Y por qué sucede esto? ¿Cuál es la conspiración universal que nos lleva a este lugar de sumisión y vulnerabilidad? Bueno, debo aclarar que no se trata de ninguna conspiración universal. Es el patriarcado el que no se da por vencido y no quiere soltar el mango. Así como el capitalismo se basa en la explotación obrera, el patriarcado se sustenta en el dominio sobre las mujeres. Lamentablemente, este dominio sigue vigente en tanto que para ejercer nuestro derecho a trabajar, debemos gustarle a nuestro patrón o candidato a patrón o al menos demostrar que nos importa gustarle. El cuerpo sigue siendo aún hoy el espacio asignado a las mujeres. Un cuerpo siempre disponible. Un cuerpo sujeto a todo tipo de tecnologías y regulaciones. Un cuerpo expropiado por completo, que estamos obligadas a modificar según lo que tenga reservado para nosotras la historia (cosa que no pasa con el cuerpo de los varones que viene desde siempre más o menos parecido). Es así como la gorda, junto con la fea, la rea, la despeinada y muchas otras se convierten en subversivas. Desde la disidencia material y simbolica respecto de un grupo de normas que siguen diciéndonos quienes, como, para que y para quienes somos. Es así como entonces digo: “Sí, las feministas somos gordas, y que?” Esta relación entre cuerpo, patriarcado, economía y capitalismo no se reduce al análisis que acabamos de hacer, pero creo que quizás pueda servir de disparador para pensar nuestra relación con el cuerpo y el uso que hacemos de él. El desafió es pensar si la gordura no es un nuevo lugar de resistencia, un nuevo cachetazo que a veces le damos al machismo y a la construcción patriarcal.
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